Eran otros tiempos. Tiempos que echamos de menos.
Héroes que fueron capaces de hacernos sentir el olor a gasolina y a asfalto, subidos en máquinas de competición a más de 8000 rpm. Máquinas que mezclaban la tecnología más puntera de los años 70, con la artesanía, las soldaduras a mano y la fibra de vidrio que envolvía a modo de obra de arte los cientos de caballos de los enormes motores V12. Todo ello anclado a resistentes chasis de aluminio que soportaban torsiones hasta el máximo de su capacidad. Eran otros tiempos. Eran tiempos que echamos de menos.
Tiempos en los que ser piloto significaba ser un héroe. Por defecto. Por la complejidad de los coches que conducían. Coches, por llamarlos algo. Hierros ligeros, extravagantes y preciosos a la vez, extremadamente potentes y sin ayudas electrónicas que camuflaran las carencias del héroe de turno. Cientos de caballos de potencia domados por las manos de seres humanos que mutaban a héroes cuando se abrochaban el casco.